
En el hemisferio en el que vivo estamos en pleno verano. Las temperaturas son elevadas, el agua del mar anda caliente y las tormentas han empezado a cubrir los cielos a media tarde.
Es raro, es curioso y algo preocupante que la atmósfera se comporte como sería lo normal a finales del mes de agosto y principios de septiembre.
Expertos de todo el mundo en cambio climático aseguran que la pandemia que sufrimos le ha dado un gran respiro a la naturaleza, dejando no solo que la polución baje si no además que los océanos se limpien y animales y plantas recuperen su espacio robado.
En pleno confinamiento me pareció una de las mejores noticias que podíamos recibir; la vida se abría paso entre tanta muerte.
Aquellos días parecen lejanos, casi olvidados y a juzgar por lo que observo con mis propios ojos cada día, parece que solo algunos entendemos el horror que supone esta pandemia, que ha traído tristeza y desolación al mundo entero.
Una vez más el cielo manda señales, señales que nos tienen que hacer despertar del enorme letargo en el que estamos sumidos, mirando las vidas ajenas sin ser capaces de echar una mirada hacia nosotros mismos. Da miedo, lo admito, descubrir quienes somos y reconocer que tenemos que mejorar es solo para valientes por eso algunos llevamos la mascarilla puesta y otros la pasean.
Hoy, en este domingo de veinticuatro horas que bien parecieron algunas más, una tormenta de verano fuerte arrecia mi ciudad esa que me ha visto nacer, crecer, multiplicarme y ahora dividirme. Hoy vivo una de esas primeras veces sola, aguantando uno de los chaparrones más intensos que la vida me ha traído. Y los más discretos me preguntan que haré, y yo les digo que nada porque a veces lo único que se puede hacer es esperar a que pase la tormenta, escribir los sueños en un papel blanco y lanzarlos al firmamento para que la estrella de todas las estrellas traiga una respuesta.
No me cansaré de esperar, tengo toda la eternidad, mientras haré mi parte. ¿Me acompañan?